viernes, 3 de diciembre de 2004

La Idea de Dios en el Medievo

(Tanteos varios sobre la 
Herejía del Espíritu Libre)

Por Hyranio Garbho

(escrito la primavera de 1992)



En el año de 1112 un hombre llamado Tankelmo declaró, en la ciudad de Utrecht, ser dios.  Se sabe que predicó con gran éxito en muchas ciudades cercanas al valle del Rhin -Brabante, Flandes, y la propia Utrecht-, pero se dice que fue en Amberes donde finalmente se estableció con su propia iglesia. 

Todos los investigadores coinciden en presentar a Tankelmo como un orador elocuente, brillante, hermoso; un hombre cuya apariencia, se afirma, habría sido más propia de un ángel que de un ser humano.   Y no era para menos: después de todo, este hombre estaba convencido de su divinidad.  

Muchos podrían sorprenderse hoy con semejante historia.  Pero lo cierto es que Tankelmo no es, ni con mucho, el único caso de este tipo que se presenta en toda la Edad Media.   La historiografía moderna registra fácilmente muchos otros episodios en los que simples predicadores (o, en muchos casos, monjes o ex-monjes) declararon ser dioses o hijos de dioses o encarnaciones de la divinidad.   Piénsese, por ejemplo, en Aldeberto (siglo VIII), o en Eún de Stella (siglo X); o en los místico de la herejía del Espíritu Libre; y escrútese, luego, hasta qué punto el pathos mesiánico dominó la Europa medieval.  Innumerables movimientos heréticos, desde los amaurianos, los euquitas y el sufismo español del siglo XIII, pasando por los begardos y las beguinas de los siglos XIV y XV, hasta los mismísimos ranters de la  Inglaterra del siglo XVII, se refugiaron en la creencia de que la divinidad no era ajena al alma humana; y de que, en realidad, todo hombre podía llegar a ser dios.

De todos modos, el conocimientos de estos hechos no nos autoriza a pensar que haya habido, en efecto, muchos dioses; pero nos permiten, eso sí, advertir que la relación entre los hombres y la divinidad  no fue, en toda época, la misma.   En otras palabras, que lo que los hombres entendieron por dios en otro tiempo no coincide necesariamente con lo que los hombres entienden hoy por dios.

Pero ¿cuál es el significado probable de la palabra dios para el hombre medieval? ¿Existe, en realidad, algún correlato exterior, al que sea legítimo designar con ese vocablo?  En la Edad Media, una de las herejías del Espíritu Libre, los así llamados "begardos", asociaron el término "dios" más que a una entidad separada de este mundo y de los hombres (forma como tradicionalmente se ha entendido a dios), a una posibilidad dormida en cada uno de los seres humanos.  En efecto, cada uno de los hombres podía llegar a ser dios; y de hecho, fue, precisamente aquello, lo que cientos de begardos proclamaron con celo, a lo largo de la alta Edad Media. Pero, ¿Qué era exactamente lo que ellos proclamaban ser cuando se pensaban a sí mismos como dioses?


Hacia comienzos del siglo XIV Margarite Poret, una beguina adepta al Espíritu Libre definió la doctrina de los begardos en un libro  titulado "El espejo de las almas simples".   Por este escrito ella fue quemada viva en la hoguera.   El libro, dirigido, básicamente, a los sutiles de espíritu, esto es, a aquellas almas en las que habita la posibilidad permanente de llegar a ser dioses, está escrito en un lenguaje esotérico que define el camino de la autodeificación.  Pero también, este es un libro en el que se transparenta un nuevo modo de concebir la divinidad.  Estas ideas comenzaron a cobrar forma hacia comienzos del siglo XIII entre los estudiosos de la universidad de París.  Se sabe que entre los muros de dicha universidad tuvo origen el movimiento amauriano, una entidad compuesta, a lo menos, por cuarenta miembros, entre ellos, algunos teólogos, clérigos y filósofos, que a instancias del pensamiento de Amaury de Bène, configuraron la primera forma de herejía del Espíritu Libre, conocida hasta entonces en Europa.  La herejía se extendió, a partir de allí, por todo el continente; pero fue principalmente en Colonia donde tuvo su más amplio arraigo. 

¿Quienes eran los adeptos al Espíritu Libre?  No es fácil responder a esta cuestión.  Los adeptos a esta herejía eran hombres de muy variada naturaleza, pero que compartían la sensibilidad común de creer que eran dioses vivientes.  En rigor, no formaron nunca una comunidad o entidad al modo como estamos acostumbrados a ver.  Más bien, se trataba de grupos dispersos que florecieron en toda Europa, entre los siglos XIII y XVII, y que participaban de una manera similar de comprender la vida.  El punto en común en todas estas herejías residía en su manera particular de concebir a dios y por sobre todo de pensarse ellos mismos como dioses.

En pocas palabras, ser dios, para ellos, era sinónimo de una libertad de pensamiento y acción, sin límite ni restricción alguna para quien ha alcanzado dicha condición.  Pues no se nace dios, así, simplemente, sino que se llega a ser dios por medio de un camino de autodeificación que no cualquiera es capaz de seguir (¿será este camino la Via del Diamante?).  Por lo pronto, esta cuestión de una libertad absoluta (esto es, de una libertad con mayúscula) no es, tampoco, algo aconsejable para cualquier ser humano.  Pues, en rigor (y aún cuando insistamos en engañarnos pensando lo contrario), no es para nada fácil ser libre.  Más aún, no hay cosa más difícil que ser libre.   Los adeptos al Espíritu Libre, de hecho, establecían una diferencia (que, en todo caso, sostienen, es la única diferencia que existe, en realidad, entre los seres humanos): ellos hablan de los groseros de espíritu y de los sutiles de espíritu.  La libertad total, que para los adeptos al Espíritu Libre es la única libertad que existe, sólo es posible para los sutiles de espíritu, y por lo tanto, sólo éstos pueden aspirar a ser dioses.  Por eso, no es de extrañar que cuando los begardos (que a sí mismos se piensan como sutiles de espíritu) se identificaban con la libertad total, se sintieran a sí mismo como dioses; pues la libertad pareciera estar hecha para seres algo más que humanos, esto es, para seres sobrehumanos quizás.

jueves, 2 de diciembre de 2004

El Ethos de la Ética

Por Hyranio Garbho



La palabra Ética deriva de la voz griega ethos y en su significación hace referencia a la idea de costumbres.  Pero este vínculo entre ethos y costumbre es relativamente tardío: aparece ya con Aristóteles, e incluso un poco antes con Sócrates.  La significación original de la palabra ethos viene determinada por la idea de morada o lugar dónde se habita.  Esta es, al menos, el significado del ethos que se conserva aun con Homero.  ¿Cómo fue posible, entonces, que esta voz griega variara tanto su significado en apenas un par de siglos, los que separan al poeta Homero del filósofo Aristóteles? ¿Existe, acaso, algún vínculo entre la idea de ‘morada’ y la idea de ‘costumbre’ que justifique, en algún sentido, esta variación del significado de la palabra griega ethos?   Si fuésemos rigurosos con el lenguaje, cuestión rarísima hoy en día, incluso entre la gente “letrada”, tendríamos que partir por hacer una distinción entre la voz castellana ética y la voz griega ethos.  Si bien es cierto, esta última constituye el étimos de la primera, se trata, en realidad, de dos palabras distintas.  La palabra castellana “ética”, en este sentido, hace referencia más estrictamente a la idea de “costumbre”.  En Aristóteles, el ethos está más directamente relacionado con la idea de carácter, hábito, modo de ser.  La ética, en este sentido, sería una parte de la filosofía que aborda el estudio de estos modos de ser, de estos hábitos, de estas costumbres.  Es así como aparece ahora ya nítida esta diferencia entre el ethos y la ética.  El ethos pareciese ser el objeto de estudio de la ética: la sustancia de que se ocupa la reflexión filosófica cuando se piensa a sí misma en los límites de la reflexión ética.  Pero ello, contrariamente a sustanciar una objeción a la ética, como disciplina vuelta hacia las nociones de morada o residencia, la refuerza en esta dirección y la libera de las clásicas incomprensiones, los dogmas académicos a los que estamos tan habitualmente acostumbrados.

Entre la idea de ‘morada’ y la noción de ‘costumbre’ se tiende un puente que no es nada difícil de reconstruir.  La morada, la residencia, supone un lugar en el espacio habitado, y por tanto, constituye la condición sine qua non del habitar.  Se habita únicamente en la medida en que hay una morada, una residencia; y esto es sólo posible en razón que exista un suelo, una tierra en que construir la morada. Así, la tierra posibilita la morada y la morada es la condición sine qua non del habitar.  Ahora bien, el habitar genera hábitos y los hábitos son la sustancia que constituye a la costumbre. De este modo es fácil ver cómo se puede ir de la morada a las costumbres.  El camino que lleva de un concepto al otro es diáfano y no dificulta el entendimiento.  Otra cosa distinta es, por cierto, su comprensión.

Para ello, el primer concepto que se nos impone en esta nueva nomenclatura es la noción de ‘tierra’.  El ‘morar’ la consulta como su condición necesaria y suficiente.  No es posible morar, y por tanto, generar un ethos, si no hay una tierra, esto es, si no se conserva para sí mismo y para quienes le rodean, ese lugar preciso en el que echar raíces y guarecerse.  Para el griego antiguo, y luego para el romano de los primeros años de la república, esa tierra supone un lugar harto concreto: es el espacio que usa para la construcción de su casa, es la tierra que constituye el presupuesto de su Patria.  Que nadie se confunda en este respecto.  La morada, el ethos, no es ninguna cuestión abstracta.  No es una patria en el alma del hombre, ni es un espacio imaginario en la mente de algún individuo.  A decir verdad, todas estas presunciones ‘mentales’ (psycho thing) son más bien características del mundo moderno.  El hombre antiguo es mucho más concreto de lo que a veces nos es permitido advertir.  En este caso su tierra, su patria, su morada no supone ninguna abstracción de su mente: en ello basa el hombre antiguo su salud mental.  Su tierra es la que tiene en frente, aquella que puede labrar y de la que espera el fruto de sus cosechas.  Es también la tierra visible donde construye su morada y la tierra que habitan sus hijos y que en otro tiempo habitaron sus antepasados.  Es por último la tierra que habitan sus paisanos, los hombres y mujeres que forman parte de su pueblo, y que en el mundo antiguo comparten con él algo todavía más preciado que ese tierra concreta que habitan, que ese mundo de significaciones comunes y experiencias parecidas.

La tierra es, por tanto, el primer presupuesto de la morada, la condición de posibilidad del ethos.  Pero el vínculo entre el ethos y la tierra es todavía más complejo de lo que hemos expuesto hasta aquí.  El morar la tierra, el habitarla, no es simplemente ocupar un lugar en el espacio.  El vínculo que une el ethos a la tierra no es un hecho intelectual, sino orgánico. No depende de las premisas de ningún filósofo (como la ideología marxista que siempre fue un hecho más mental que real, y, por tanto, una de las tantas tiranías del pensamiento moderno), sino que surge de la experiencia y la inserción directa en el acontecer natural de las cosas, el hecho inescrutable de hallarse integrado en un orden de sentido que toma a la naturaleza como paradigma del acontecer.  Así, el vínculo del ethos con la tierra determina un nudo mágico que liga al ser humano con la naturaleza y que lo hace formar parte de un sentido que es orgánico en cuanto tiene estructura y está vivo; corre por las venas de todos cuantos forman parte de una tal comunidad.  Por esta razón, la relación que une el ethos a la tierra genera un vínculo que determina al individuo, modela el ser; y posiciona en el mundo.  A partir de ese momento, somos según esta relación con la tierra que habitamos y vemos según ese entorno, ese paisaje, ese clima que desarrolla nuestro in-der-Welt-sein.  

La tierra que habitamos modela nuestro ser; el paisaje que constituye nuestro entorno determina nuestra mirada.  Así, de la relación ethos-tierra resulta que somos, vemos y comprendemos el mundo de un modo determinado: de ese vínculo natural, mágico y orgánico surge una Weltanschauung, una cosmovisión que es expresión de lo que somos en esencia, en relación con la tierra que habitamos y el paisaje que constituye nuestro entorno. Ello nos pone de inmediato ante la siguiente perspectiva: si el ethos tiene como presupuesto la tierra y esta tierra es, en cada caso, única, no sería legítimo, por tanto, hablar de un ethos universal.  Sólo en la mente moderna, y como fruto de una pura especulación filosófica, podría el hombre postular seriamente la hipótesis de un ethos universal.  Pero, ciertamente, para nosotros, eso no es más que una pura psycho thing; esto es, una pura abstracción que da cuenta de lo profundamente desarraigado, enfermo y desquiciado que puede llegar a ser el proyecto filosófico moderno.  


El vínculo que une el ethos a la tierra nos revela que todo ethos es local, no universal; y que, por tanto, el ethos de un chino no puede ser el mismo que el de un romano, pues, en cada caso se trata de una tierra distinta, de un paisaje diferente; y de un vínculo con esta tierra, también, en cada caso, específico.  Esto es tan evidente que bastaría con hacer mención de las diferencias de carácter tan palpables que existen entre personas que han crecido junto al mar, las que han nacido a las faldas de alguna montaña, las que han vivido toda su vida en alguna isla, o las que han tenido como escenario de vida la llanura, la pampa, los hielos eternos, o el desierto, para demostrarlo.  En cada caso, es innegable que la tierra, el paisaje, le imprimen un sello determinado al carácter de los individuos y los pueblos; y ese sello, fruto de la relación con la tierra que se habita, es algo natural y orgánico: no le fue impuesto a nadie a partir de las abstracciones de ningún filósofo.  Y es precisamente en la naturalidad, fluidez y espontaneidad de estos hechos que reivindicamos allí su salud y su orden de sentido orgánico.  


Dos ejemplos históricos que ilustran de una manera nítida esta cuestión nos vienen dado por las diferencias de carácter que distinguen, por una parte, al griego antiguo del romano, y por otra, en el mundo moderno, al inglés del alemán.  En el primer caso, las diferencias entre el ethos griego y el ethos romano son notables.  Mientras los griegos desarrollaron un ethos mucho más abierto al mundo, los romanos, en cambio, al principio, conservaron en sus mores un carácter mucho más reservado y cerrado sobre sí mismo.  Los griegos hicieron de la relativización de las costumbres y de la idea de cambio uno de los pilares de su filosofía y su sistema político; en tanto que los romanos cimentaron, sobre la idea de la severidad de sus costumbres y la valoración de la tradición, su sistema moral y su sentido del orden y del gobierno.  El griego fue mucho más laxo y mucho más permisivo en sus costumbres que el romano; el griego se permitía, a través de la filosofía y el teatro, cuestionarlo todo, relativizarlo todo.  No fue, por tanto, una casualidad, que la idea del hombre como medida de todas las cosas, haya surgido de la mente de un griego como Protágoras; el romano, en cambio, valoró siempre la solidez y rigidez de las costumbres, no su relativización; la firmeza, el orden, y la disciplina en la acción más que la vaguedad, el caos y la ausencia del sentido estructurante en el discurso filosófico o en la sátira dramatúrgica.   


Ahora bien, resulta que el griego antiguo, por poseer, en general, tierras muy poco aptas para la agricultura, se vio volcado siempre hacia el mar y llegó incluso a desarrollar poderosos imperios marítimos en Atenas y en Miletos.  El griego fue un hombre eminentemente de mar, mientras el romano fue un hombre esencialmente de tierra.  Por eso que la idea de Patria es mucho más relativa para un griego que para un romano.  Además, dispersos como estaban los griegos, en innumerables y pequeñas islas, es claro que la presencia del mar era mucho más determinante para todos ellos que la presencia de la tierra.  El griego hizo del mar su principal fuente económica; en tanto que el romano basó casi toda su economía en el cultivo de la tierra.  Estas diferencias entre tierra y mar van a caracterizar las diferencias entre romanos y griegos.  Simbólicamente la tierra representa la estabilidad, mientras el mar ha sido siempre símbolo de lo inestable, de lo que cambia.  Esto lo sabían, por cierto, intuitivamente, los hombres antiguos.  El carácter del romano, mucho más ligado a la tierra, fue siempre un carácter más conservador, más tradicional, más apegado a las costumbres; el carácter del griego, en cambio, más volcado hacia el mar, respondió siempre al carácter de un tipo más liberal, más abierto a las influencias de las ideas foráneas, más predispuesto a la crítica y el cuestionamiento de su propio sistema de valores.   


Una cuestión similar ocurrió, en la época moderna, entre el carácter del inglés y del alemán.  Inglaterra es una isla, y por ello mismo, su identidad nacional estuvo siempre más ligada al mar.  Alemania, en cambio, más ligada a la tierra, continuó siendo feudal hasta bastante entrado el siglo XX. Mientras los ingleses basaron históricamente su poderío militar en su armada, los alemanes, en cambio, lo hicieron en su ejército.  Otro tanto ocurrió con la economía y la política.  Los ingleses fueron pioneros en todo tipo de revolución industrial y fueron también los inventores de la democracia moderna y del capitalismo; los alemanes, en cambio, conservaron el carácter agrario de su economía y sólo muy tardíamente se subieron al carro de la modernidad; la primera democracia alemana tuvo lugar recién en 1919 tras la derrota en la primera guerra mundial y duró apenas unos trece años para verse reemplazada por el Tercer Reich.  Los ingleses fueron también quienes promovieron la Revolución Francesa, a través del movimiento cultural del enciclopedismo inglés que inspiró el enciclopedismo francés; e ingleses fueron también quienes llevaron a cabo la revolución americana y dieron con ello origen al caudal de valores e ideas modernas.  


Estas diferencias entre ingleses y alemanes pueden también pesquisarse si se tiene en consideración el carácter que tuvo, entre unos y otros, la Reforma Protestante del siglo XVI.  La Reforma de Lutero, en Alemania, tuvo un carácter mucho más nacionalista; la reforma que importó Inglaterra de Ginebra, y que al cabo sería mucho más significativa que el propio anglicanismo, tenía ese carácter universalista que permitió a los ingleses en América evangelizar a los aborígenes, lo mismo que siglos antes había justificado la evangelización católica de los pueblos originarios de la América del sur.  Todo ello nos lleva a proponer que el carácter inglés tiene mucha mayor inclinación hacia fenómenos como la democracia, la revolución, el cambio, el universalismo, etc., por estar más determinado por el mar, lo mismo que los griegos antiguos.  El alemán, en cambio, fue siempre más apegado a la tradición, a la severidad en las costumbres, a la conservación de los valores, al sentido de nación, etc., por estar más ligado a la tierra, lo mismo que los romanos de los primeros siglos.

Estas diferencias entre el mar y la tierra, entre un ethos de la estabilidad y un ethos inestable –sólo por expresarnos de algún modo, pues en estricto rigor sólo puede haber ethos si hay estabilidad- comportan todavía un aspecto que nos es preciso dilucidar.   Para ello habría que partir por hacer mención de algo que, en principio, parece no estar directamente relacionado con el tema que nos ocupa.  En la Retórica de Aristóteles el ethos aparece como una de las tres formas de persuasión del discurso.  Pero es curioso allí que ethos suponga esa parte de la persuasión que invoca la confianza del objeto de la persuasión en quien le persuade con el discurso.  Aristóteles dice en la Retórica que para persuadir el discurso debe apelar a tres distintas dimensiones de la audiencia: el logos, el ethos y el pathos.  Un discurso que busca persuadir debe ser racional y coherente (logos), pero debe también inspirar confianza en quien escucha (ethos); y por último, debe apelar a las emociones de la audiencia (pathos).  El ethos es presentado allí como el estatismo emocional, en contraposición al pathos que representa el dinamismo emocional. Veremos luego que el ethos se contrapone al pathos del mismo modo que la tierra es lo otro que el mar.  

La palabra pathos proviene del griego y está efectivamente referida a las emociones, al padecimiento, a la idea del sufrir en cuanto esta idea supone el pasar por una emoción: como cuando alguien puede sufrir una profunda alegría.  No se sabe cómo, en algún momento de la historia de la medicina, el neologismo patología (derivado de las palabras pathos y logos) comenzaron a utilizarse como sinónimo del estudio de las enfermedades en general; uso a nuestro entender errado, pues la palabra pathos siempre dio cuenta de cuestiones anímicas, relativas al estado de ánimo, y no a cuestiones orgánicas o afecciones de este tipo de naturaleza.   Pese a ello, hay un sentido en el que pareciera ser propio hablar de enfermedad utilizando la palabra patología.  Si bien es cierto no hay de modo de establecer cuándo fue que se estableció este uso de la palabra patología, se sabe, eso sí, que ya hacia el siglo II de la presente época, había médicos que la utilizaban con este sentido.  Lo curioso es, en este orden de ideas, saber cómo fue que se asoció la palabra pathos, que originalmente significa estado de ánimo cambiante, dinamismo emocional, padecer una emoción, etc., con la idea de algo que está enfermo o la noción de algo en cuya esencia falta la salud.  Quizá, la razón de esto haya que buscarla en la particular predisposición anímica del hombre antiguo, en su Weltanschauung o cosmovisión.  


Para el hombre antiguo la enfermedad es sinónimo de desequilibrio; la salud, en cambio, tiene que ver con restablecer la armonía que se ha perdido.  Por cierto que lo que diré a continuación es pura especulación: pero si se afina la mirada, si se templa el análisis, se podrá ver que tiene mucho asidero.  No sabemos por qué, pero especulamos que la razón por la que el hombre antiguo asoció pathos con enfermedad viene dada por la predisposición del pathos a provocar desequilibrios.  El pathos es dinamismo emocional para Aristóteles; el dinamismo emocional es sinónimo de estados de ánimo cambiantes.  Todo ello nos habla de la inestabilidad en el dominio de las emociones, lo cual puede muy bien haber sido percibido, por el hombre antiguo, como sinónimo de enfermedad.  Lo inestable es lo enfermo, por lo que se puede concluir fácilmente que su contrario, lo estable, es, en el pensamiento antiguo, la salud.  


Ciertamente esto supone una ética distinta a la ética que predomina en el mundo moderno, donde las ideas de cambio, innovación –todas ellas ligadas a la idea de inestabilidad- parecen gozar de mucho prestigio.  Ahora bien, hay que hacer mención de un otro hecho curioso en este asunto: el que una de estas patologías haya sido la enfermedad mental.  El loco, que hasta antes del Renacimiento pululaba entre las gentes “normales”, y se mezclaba entre ellos como uno más, comenzará a partir del siglo XIV a recibir un trato especial y distinto: la famosa experiencia de la Stultifera Navis constituye el más célebre ejemplo de aquello.  Encerrados en una nave y echados al mar sin un plan de navegación y sin nadie que sepa lo más mínimo sobre cómo navegar un barco, los locos del Medievo eran expulsados de las grandes ciudades y arrojados al lugar del que se creía intuitivamente que era su elemento, el mar.  Ciertamente que este viaje no suponía sólo deshacerse del loco; tenía también un sentido de purificación de la locura.  Lo curioso es que esa purificación era entendida en términos de hacer volver al loco a su elemento natural, el agua.  Y por ello cabe hacer la pregunta de por qué el agua fue concebida como el elemento natural de la locura.  


Y he aquí que todas las ideas que hemos venido vertiendo hasta ahora parecen encajar en un sólo concepto, en una sola idea fuerza: el agua, por su inestabilidad (siempre está en movimiento y el movimiento parecer la condición sine qua non de su vitalidad, pues el agua que se estanca se pudre), por su dinamismo, por su profundidad (como el agua del mar, de los océanos); y por los peligros y el misterio –lo desconocido- que nos depara, precisamente, su profundidad, pareció siempre ser el símbolo de la profundidad de las emociones, del dominio inconsciente de la vida anímica, de aquello que es más patente al loco que al cuerdo; y que, ciertamente, en un sentido antiguo pudo llegar a ser concebido como principio de desequilibrio, desarmonía, enfermedad.  Esta idea se refuerza también en la astrología, sistema de asociación entre los astros y las vidas de las personas y los hechos.  Es curioso ver allí también que el agua es el símbolo de las emociones, el elemento de los signos intuitivos como el cáncer, el escorpio y el piscis.  Pues bien, si el agua es el símbolo de la inestabilidad, la tierra, en cambio es el elemento de lo estable, y así como el agua se identifica más con el pathos, la tierra es el símbolo del ethos.   Tenemos, por tanto, que la primera condición para que pueda generarse un ethos, es la Tierra.  La tierra fundamenta lo que permanece y lo que permanece es de la esencia del ethos.  Sin tierra no hay ethos; y no hay, por consiguiente, ni cosmovisión propia, ni autenticidad de nuestro in-der-Welt-sein.  Pero la tierra es únicamente una condición necesaria del ethos; no es, todavía, por sí sola, una condición suficiente.  Para que haya ethos se requiere, además de una tierra donde morar -y en relación con la cual generar ese vínculo especial del que terminará brotando nuestra Weltanschauung y nuestro in-der-Welt-sein-, un sentido de arraigo, de pertenencia, que siendo relativo a la tierra, incorpora un nuevo elemento, hasta ahora ausente en el análisis anterior.  Ese elemento, controversial por muchas razones que no corresponde discutir aquí, es la sangre.  La sangre unida a la tierra constituyen las condiciones de posibilidad necesarias y suficientes de toda forma de ethos; y ambas, unidas, darán lugar a una comprensión del ethos en términos de Religio, religión.

Esta última afirmación podría resultar extraña para alguien que ha sido educado en el cristianismo.  Y con justa razón si se considera que el cristianismo ha modelado sin contrapesos nuestra comprensión del fenómeno religioso en los últimos quince siglos.   Pero he aquí que cabe corregir ciertas cosas en honor de la verdad y del rigor científico.  La palabra latina Religio, de la que deriva nuestra voz castellana Religión, en su significación lata y originaria, tiene muy poco que ver, o casi nada, con las ideas que nosotros asociamos hoy al término.  Para ello, baste con estos dos ejemplos que pueden muy bien ilustrar este asunto.  El primero está referido a la significación de la palabra Religio en el ámbito de la romanidad, esto es, a su etymos.  El segundo, a la impresión que sobre el cristianismo tuvieron los primeros romanos que conocieron de este movimiento.  Vayamos, pues, al primero de estos ejemplos.  

Existen, al respecto, tres opiniones diversas sobre el etymos de la palabra Religio: la que une la voz Religio con el etymos religere, la que lo vincula con el etymos relegere; y la que lo asocia, finalmente, con el etymos religare.  De estas tres, sólo las dos primeras nos merecen confianza y legitimidad, por estar asociadas al ámbito propiamente tal de la romanidad; la tercera, en cambio, nos merece muchas dudas, pues no sólo es tardía en el tiempo, sino que, además, parece ser una invención que se inicia con el cristianismo y que busca justificar la expresión Religio en la serie de ideas que se asociarán posteriormente a esta palabra.  Ya hablaremos de esto al final de esta reflexión.  Religere y relegere son, a nuestro entender, los etymos legítimos de la palabra Religio.  Ya explicaremos, también, cómo creemos que pueda ser posible que una palabra tenga dos etymos distintos en su significación original.  Religere significa propiamente tal escrúpulo.  Hace referencia, por tanto, a una disposición interior “y no a una propiedad objetiva de ciertas cosas o un conjunto de creencia y prácticas”[1]  “En la época clásica –dice Maurice Sachot- la religio Romana  designa ante todo una actitud, hecha de escrupuloso respeto hacia lo instituido… Por ello se convierte en lo que fortalece a las instituciones y garantiza su duración, por medio de ese vínculo, por ese apego del ciudadano a respetar las instituciones de la ciudad”[2]  


Esta cuestión nos pone sobre la pista de algo que hasta ahora se ignora casi en su totalidad –salvo, por cierto, entre círculos de historiadores, filósofos o especialistas-: el vínculo entre la Religio y las instituciones de la ciudad, o aquello que propiamente tal hace de un romano, en el mundo antiguo, ser romano.  La Religio, en su acepción etimológica, hace referencia a la idea de escrúpulo.  Pero no de cualquier escrúpulo, sino, ante todo, del que cabe tener frente a lo que ha sido instituido en la ciudad, y, por tanto, engloba un sagrado respeto general hacia la urbe y todo lo que ella representa.  Esta idea de Religio denota ya un carácter marcadamente local, no universal.  Ello fue lo que llevó a Cicerón, el célebre filósofo romano, a decir sva cviqve civitati religio (cada ciudad tiene su propia religión).   


Tenemos así los tres aspectos esenciales que supone el concepto original de religio: el escrúpulo (en el sentido de recogerse, de guardarse, de retenerse ante algo que se considera sagrado), la ciudad, la urbe, Roma (como el objeto hacia el que se dirige el escrúpulo de lo religioso y transforma toda forma de religio romana en una actividad social dirigida hacia los asuntos públicos –los res-publicas-, legales y de Estado); y el carácter local o nacional que distingue a cada pueblo según su propia religio, esto es, según la propia relación de escrúpulo (de respeto, de amor, de cuidado) que prevalezca entre el individuo y las instituciones (tradiciones, cultos y costumbres) de su país.  De estos tres sentidos originales de la palabra Religio el primero viene atestiguado, como ya lo hemos visto, por el etymos Religere; el segundo y el tercero se fundamentan en el etymos Relegere.  Este segundo etymos de la palabra Religio nos es, todavía, más legitimo, toda vez que la palabra relegere es la que propiamente tal da lugar a la formación del sustantivo Religio –la voz latina Religere forma el sustantivo Relictio y la expresión Religare (famosa únicamente a causa del cristianismo) forma el sustantivo Religatio (que se aparta ostensiblemente de las dos primeras)-.  Pues bien, la palabra latina relegere es un derivado del verbo legere, lego, que significa, entre otras cosas, leer, pero principalmente, su significación es la de recoger, reunir, recolectar.  ¿Recolectar, recoger qué?  Recoger espigas, uvas, frutos del campo y de las cosechas.  He aquí que la expresión lego, en su sentido original, hacía referencia a una actividad del campo propiamente tal, a un “hacer” ligado a la tierra.  En su sentido más primitivo, Religio deriva de lego, relego, relegere.  Esta es la etimología que propone, al menos, Cicerón.  Pero en Cicerón relegere significa también tratar un asunto con diligencia, con escrúpulo.  De ahí que el sentido de lo escrupuloso quede también integrado en este etymos del relegere.  Pero en su acepción más fuerte relegere está vinculado a los otros dos sentidos originales de la palabra Religio: el que dice relación con las instituciones de la ciudad y el que se vincula al carácter local de esas instituciones.  Las instituciones de la ciudad no son otra cosa que todo aquello que se ha instituido a lo largo del tiempo; por lo que, cuando hablamos de esas instituciones estamos haciendo referencia a aquello que ha permanecido, que ha logrado cristalizar en costumbres y tradiciones; y que, por lo mismo, también, constituyen hoy el fundamento de lo que son nuestras leyes, nuestra cultura, nuestro patrimonio patrio.  Las instituciones de la ciudad, tratándose de Roma, son sus costumbres, sus tradiciones, su derecho romano, sus dioses, su Re-pública.   Ese es el sentido fuerte de la expresión Religio Romana; y es ese sentido el que nos viene dado por el propio testimonio de un filósofo romano, Marco Tulio Cicerón.    La idea de que la palabra Religión deriva de la palabra Religare –cuyo sustantivo legítimo forma la palabra Religatio y no Religio- se la debemos a un filósofo cristiano del siglo IV (o sea, por lo menos, 350 años después de Cicerón y en una época en la que ya, prácticamente, Roma no existe) de nombre Lactancio.  Esta etimología fue muy probablemente propuesta con el ánimo de justificar algo, que en tiempos de Cicerón, habría parecido un notable contrasentido: esto es, el hecho tan común en nuestros días de concebir al cristianismo como una religión.  Por esa razón nos parece de poco valor revisar una etimología tan evidentemente arbitraria, que fuerza el sentido original de un término para hacerlo coincidir con un conjunto de creencias y prácticas originadas en otros suelos lingüísticos, en otras concepciones del mundo y de la vida.

Pero ¿qué relación es la que vincula al ethos con esta idea de la religión (extraída de su significación etimológica en el espacio de la romanidad)?  Sostenemos, en este sentido, que el ethos griego no es algo muy distinto de la religio romana: más aún, lo que designamos como ethos griego es, en esencia, lo mismo que la religio romana.  ¿Cómo puede esto ser posible?  La religio romana hace referencia, en su sentido más primitivo, a una actividad que se realiza, propiamente tal, en el campo.  Religio es relegere y relegere deriva de legere, de lego.  Lego es recolectar, recoger las espigas, los frutos del campo, de la tierra.  El campo romano es el fundamento de lo que después será la ciudad de Roma.  Es en el campo donde los romanos forman su carácter, sus costumbres, sus tradiciones, y las instituciones que algún día harán grande a la urbe de Roma, a la ciudad.  Es en relación con esa tierra que cultivan en los campos de Roma, que se irá forjando el sentido de la Religio Romana, las instituciones a las que posteriormente el romano deberá sagrado y escrupuloso respeto.  Pero este escrúpulo, este respeto por lo que son las tradiciones y las costumbres de Roma que brotan de su tierra se completa, únicamente, en el vínculo que une todo esto a la sangre romana, a la sangre de los padres fundadores de Roma, a aquellos que fundamentarán el posterior patriciado.  El ethos surge cuando hay un vínculo entre la sangre y la tierra, entre la sangre y el suelo; la religio es el vínculo entre la sangre y el suelo. 

Cuando Cicerón definía la Religio como el sagrado respeto a lo que son las tradiciones y las costumbres de Roma, la escrupulosa diligencia a conservar las instituciones y la estructura del Estado, etc., lo que estaba en juego allí era la conservación de Roma, de su sangre y de su suelo.  Esto merece más de una explicación.  Sabido es que en la antigua Roma existían dos clases sociales muy bien diferenciadas: los patricios y los plebeyos.  Y digo “sabido es” como de un modo de expresarse, simplemente, porque si se cree que se trataba de dos clases sociales (idea inculcada por el marxismo y enseñada hasta el presente como si se tratara de la verdad) se comete un error de apreciación grave y una falta de rigurosidad significativa.  Clases sociales, propiamente tal, es lo que se verá aparecer en el mundo moderno con el advenimiento del capitalismo y las formas modernas de producción económica.  Entre Patricios y Plebeyos las diferencias no son de carácter social (de hecho, sorprendería saber de la cantidad de plebeyos que en la Roma antigua poseían mayores riquezas que los mismos Patricios).  Lo que diferencia a los Patricios de los Plebeyos viene determinado por la sangre (razón por la que incluso hasta poco después de la redacción de las doce Tablas todavía seguía prohibiéndose el establecimiento de matrimonios cruzados entre Patricios y Plebeyos).  Los Patricios eran quienes portaban la sangre de los Padres fundadores de Roma, sus descendientes legítimos.  Es en ese vínculo natural (no artificial) que basaban su pertenencia a un grupo humano y sus derechos sobre esa tierra que era Roma.  Los Plebeyos, en cambio, eran los extranjeros.  La lucha, por tanto, entre Patricios y Plebeyos, no es una lucha social entre quienes tienen privilegios económicos y quienes no (como intentó hacérnoslo creer Marx); sino, más bien, una lucha entre quienes son muy consciente de la sangre que portan (los Patricios) -y su legítimo derecho a querer conservarla- y quienes no poseen la calidad de ciudadanos precisamente por no portar esa sangre y no ser descendiente de los padres fundadores de la ciudad.  La Religio romana data de esta época de los orígenes de Roma, en los que la sangre y el suelo fundamentan el ser romano, más allá de cualquier considerando artificial.  Las mores romanas, las costumbres y las tradiciones de la ciudad que luego invocará Cicerón, al hablar de Religio,  no son otras que las que cristalizaron en este época de los comienzos de Roma, época en la que se fundamenta su grandeza y que comenzará a debilitarse y desvirtuarse desde los tiempos de la igualdad de los derechos civiles entre Patricios y Plebeyos (siglo IV a.E.C.). 


[1] Émile Benvéniste, Le vocabulaire des institutions indo-européennes, t. 2, Pouvoir, droit, religion, Paris, Minuit, 1969, pág. 272
[2] Maurice Sachot, La invención de Cristo, génesis de una religión, Madrid, Ed. Biblioteca Nueva, 1998, pág.186.

miércoles, 1 de diciembre de 2004

Reminiscencias de Urur

Apreciados amigos y seguidores de este Blog: informo a ustedes que he quitado esta entrada en función de re-escribirla con una información nueva que no tenía antes.  Ofrezco disculpas por el inconveniente y espero tener prontamente listo mi artículo actualizado sobre este misterioso personaje, Urur o Ulrich von der Vogelweide, como ha sido conocido también.

miércoles, 10 de noviembre de 2004

Hyperbórea

Por Hyranio Garbho



Hablar de Hyperbórea supone por lo menos dos cuestiones distintas, pero no incompatibles.  Hyperbórea es, por una parte, una leyenda de la que nos cuentan, de antiguo, los poetas, historiadores, sabios y filósofos griegos.  Pero Hyperbórea es también un arquetipo, un símbolo, una realidad trascendente que hace referencia a la conquista de un ideal, a la búsqueda de un tesoro espiritual.   Entre estas dos Hyperbóreas es posible  dibujar un cuadro de paralelismos, correspondencias y sincronías.   Demás está decir que ese cuadro no se explica por sí solo.  La realidad trascendental a la que hace referencia Hyperbórea supone estar familiarizado, medianamente, con la naturaleza arquetípica del mito y saber, además, de cuestiones tales como sincronicidad o correspondencias analógicas.  Como sabemos que ello, en un alto porcentaje, no es así, el camino de exposición que haremos supondrá detenernos, cada vez que ello se haga necesario, en todos aquellos conceptos que, de un modo u otro, constituyen la matriz o marco de comprensión de este asunto.  Así, esperamos ir desplegando una inteligencia más comprensiva del Mito de Hyperbórea, y hacer luz sobre una serie de cuestiones que atañen, de manera definitiva, el destino del hombre de nuestros días.

La Leyenda de Hyperbórea

Las noticias sobre Hyperbórea nos llegan desde los tiempos más remotos y son los griegos los primeros en informarnos sobre ella.  Pese a que no existe uniformidad de criterios acerca del mito, todos los relatos parecen coincidir en que se trata de una isla o región ubicada en el más extremo septentrión.  Este pequeño dato es la base para comenzar a reconstruir el Mito de Hyperbórea. Hyperbórea significa, literalmente, “más allá del viento boreal”.  Para los griegos, correspondía a la región al norte de Tracia, residencia del dios Bóreas.   Ese lugar era concebido por los griegos como una región de bosques frondosos impenetrables, plagado de criaturas terribles, al que seguía un inmenso espacio de océano congelado, la mítica región de los hielos eternos.  Hyperbórea estaría situada más allá de esta región, en una tierra de clima templado que seguiría a estos hielos.  Desde el punto de vista arquetípico éste es un dato no menor que habría que tener en cuenta, en la serie de correspondencias y analogías que irán desplegándose en torno del mito. 

Otra versión del mito identifica a Hyperbórea con la Isla de Ávalon, conocida también como la “Isla Blanca”.   El nombre de Ávalon viene de Albionia, antigua denominación con la fue conocida la Isla de Bretaña.   Los griegos hablan en sus mitos de “Leuké”, la Isla Blanca, (de “Leukós”, que en griego quiere decir “blanco”).  Diodoro de Sicilia habla de Hyperbórea y la llama la “Isla Blanca” (Leuké). Según este autor la Isla se hallaría en el Océano más allá de los Pilares de Hércules, enfrente de la Patria de los Celtas.  También Cólquida, en la saga de los argonautas, se hallaba más allá de los Pilares de Hércules, en los confines de la Tierra.   Los hindúes hablan de Çveta Dvipa, la Isla Blanca, o Isla Resplandeciente, residencia del dios Vishnu, ubicada también en el último lugar del mundo. Ávalon, Leuké y Çveta Dvipa son Islas Blancas, Islas de la transfiguración espiritual, lo mismo que Cólquida, residencia del vellocino dorado.  En todas ellas la correspondencia con Hyperbórea es explícita.  Según esta otra versión del mito Hyperbórea habría sido una Isla Blanca o Isla Resplandeciente (la famosa Isla de los Bienaventurados, quizá), ubicada en el Gran Océano, en alguna región perdida en los confines de la Tierra.  Hyperbórea era la residencia de Apolo, lo mismo que Çveta Dvipa era la tierra originaria de Vishnu.  Existen correspondencias y analogías extraordinarias entre Apolo y Vishnu, lo mismo que las hay entre Dionisio y Shiva.   Vishnu es a Shiva lo que Apolo es a Dionisio y viceversa.  Desde una perspectiva arquetípica la identificación entre Çveta Dvipa e Hyperbórea está ampliamente justificada, pues el rol arquetípico que juega Apolo entre los griegos guarda sincronicidad con el papel que desempeña, entre los hindúes, Vishnu (esto se explicitará más adelante cuando  abramos a la comprensión del lector a las claves de la inteligencia arquetípica).  


Pero también es clara la identificación de Hyperbórea con Ávalon, Leuké y Cólquida, las islas delOcéano más allá de los Pilares de Hércules en las que se conserva un tesoro de naturaleza espiritual (el sagrado Graal en Ávalon y el vellocino dorado en Cólquida).  Según Strabone esta Isla se hallaba a seis días por mar de Bretaña en las proximidades del mar congelado.  El Mar congelado es el Mare Cronide, lugar en el que, según Plutarco y Plinio, yace dormido Cronos.  En la mitología griega Hyperbórea es la tierra a la que es llevado Cronos encadenado tras ser derrotado por Zeus, su hijo.  Este es otro paralelismo simbólico interesante, pues Cronos representa al Tiempo (de hecho Xronos, en griego, significa Tiempo).   En Hyperbórea Cronos yace dormido o encadenado.  El simbolismo de esto es evidente.  Se trata de una Isla en la que el tiempo no transcurre (Eternidad), o marcha en una dirección contraria (Involución), la dirección del retorno a la Edad dorada, la Edad de los Héroes y los Dioses. 

Entre esta segunda versión del mito y la primera existe todavía otra analogía interesante.  En el primer relato  Hyperbórea se halla más allá de los Hielos Eternos, en el extremo Septentrión.  En la segunda versión Hyperbórea se halla más allá del Mare Cronide, el mar de las aguas congeladas.  Tanto los Hielos Eternos como el Mare Cronide constituyen un arquetipo de lo insondable, un símbolo de los peligros que depara el viaje hacia el sí mismo.  También el bosque es un arquetipo de los peligros de lo insondable, la región o tierra que se precisa atravesar para llegar al sí mismo.  En términos simbólicos el bosque, el mar, los hielos eternos representan las pruebas del alma, los desafíos que el héroe debe superar para conquistar la inmortalidad.  Hyperbórea simboliza la inmortalidad a la que sólo se puede acceder tras cruzar un bosque de vegetación frondosa e impenetrable, a la que le sigue un mar de aguas congeladas o los hielos eternos.  En la otra versión del mito Hyperbórea se halla en los confines de la tierra, símbolo esto último de lo inalcanzable, a la que se llega únicamente por mar, tras atravesar un océano de aguas profundas y peligrosas.

Una última correspondencia analógica vincula a Hyperbórea con “airyanem vâejô”, la residencia originaria de la estirpe aria.  El símbolo peremnis de los arios ha sido siempre la swástika, forma hindú estilizada de la cruz céltica, símbolo de Ávalon e Hyperbórea.   De hecho Vishnú, dios que reside, según la mitología de los hindúes en Çveta Dvipa (Hyperbórea), tiene como símbolo representativo la swástika.  Se ha establecido que este símbolo presta su estructura básica a todo el simbolismo ario, influyendo desde ese universo cultural a todas las formas de cultura que, en alguna medida u otra, han tenido algún grado de contacto o relación con los arios.   La forma primitiva del símbolo prescribe una línea recta horizontal atravesada por una línea recta vertical en la forma de una cruz con todos sus brazos equidistantes y encerrada en un círculo.   El círculo simbolizaría el no-tiempo, la eternidad, o una concepción del tiempo desde la perspectiva del retorno o la involución.  La línea vertical representaría el principio masculino de lo manifestado, la horizontal, el lado femenino.  El símbolo, en su completud, representaría la idea aria de lo perfecto, ideal que en su devenir trascendente irá cobrando otras formas análogas de representación.




Símbolo Primordial Común a todas las culturas
Swástika original derivada del símbolo primordial y cultivada entre los hindues
Símbolo del kultrún mapuche… el parecido con el símbolo primordial es evidente

Analogías, Sincronías y Sincretismos 


Más allá de todas las consideraciones previas sobre Hyperbórea, los dioses y los símbolos que la  representan, el mito en sí redunda en una estructura básica de la que podemos desprender su función como arquetipo.  En todas las versiones de este mito Hyperbórea aparece como una Tierra mágica de clima templado, con una abundante y generosa vegetación, ubicada en el extremo septentrión o en los confines más remotos de la tierra, liberada del tiempo, a la que se puede llegar sólo sorteando bosques impenetrables, hielos eternos o mares congelados, cuya civilización habría participado de una forma de conocimiento trascendente, y en la que sus habitantes habrían sido seres venidos de otras estrellas.  Todos estos aspectos del mito nos hablan inequívocamente de un símbolo-arquetipo, de una estructura de la realidad trascendente, cuya comprensión se haga, quizá, más nítida si se pone en relación este mito con las distintas formas de correspondencia de las que ya hemos hablado, y de algunas otras que nos falta por mencionar.

Hyperbórea, residencia de Apolo

Partamos, pues, por establecer la primera correspondencia y sincronía.  Trátase de Hyperbórea como residencia Apolo.  Según cuenta la leyenda Apolo se retiraba a Hyperbórea cada diecinueve años para rejuvenecer.  Esto sugiere que la región fue concebida por los griegos antiguos como un lugar mágico de transfiguración.  Apolo rejuvenece en Hyperbórea.  Aceptemos que rejuvenecer es otra forma de renacer.  El renacido es un rejuvenecido, pues en el volver a nacer se experimenta la misma opera alchimica que en el acto de rejuvenecer.   Ahora bien, en lengua sánscrita, la palabra para decir “renacer” es “aryo”, de donde deriva la moderna palabra “ario”.  El ario o aryo es el renacido, el rejuvenecido en el espíritu.  Es preciso recalcar esto último, pues la condición de “aryo” o ario es la de un “hombre espiritual”, o la de un hombre vuelto a nacer en el espíritu.  La palabra también, en otras acepciones, se identifica con la condición de noble, de donde desprendemos que, en la época antigua, la nobleza estaba asociada más bien a una condición espiritual (de iniciación) más que a la posesión de riquezas materiales. 
Si Apolo rejuvenece en Hyperbórea es porque Hyperbórea es un lugar mágico, una tierra de trasfiguración.  Ese poder está representado en otros mitos por diversos objetos o cualidades, entre las que destaca lo “resplandeciente”, los colores “dorado” o “blanco”, y, en algunos casos, la propiedad esférica o piramidal de los objetos.  Ejemplo de ello son las manzanas “doradas” del jardín de las Hespérides, o el vellocino de “oro” que custodia el dragón en la remota isla de Cólquida.  Ambos objetos son dorados y resplandecen del mismo modo que la Isla de Ávalon y Çveta Dvipa, la Hyperbórea de los hindúes, residencia de Vishnú.  Pero también, ambos objetos son mágicos y representan la inmortalidad.  Quien come de las manzanas doradas del jardín de las Hespérides alcanza la inmortalidad, lo mismo que quien posea el preciado vellocino de oro.  En la mitología pagana más antigua la misma función está reservada al Graal, la piedra mágica desprendida de la corona de Lucifer.  El Graal es igualmente una piedra resplandeciente, con cuyo poder se alcanza la opera alchimica máxima, la trasformación de los elementos.  Adicionalmente, las manzanas del jardín de las Hespérides y el vellocino de oro poseen el mismo poder.  Ello llevó a los antiguos a postular a Hyperbórea como la patria originaria de este antiguo poder.  El vellocino de oro, las manzanas del jardín de las Hespérides y el Graal no son sino tres nombres distintos para referir la misma realidad arquetípica.  Esa realidad no es otra más que la de la Opera Alchimica, el poder de la trasformación de los elementos, la transfiguración (o liberación) del Espíritu.

Lucifer y El Graal originario

El segundo paralelismo y sincronía está referido a Ávalon, Leuké y Çveta Dvipa.  Según los relatos medievales Ávalon es la residencia del Graal.  El Graal responde a una tradición pagana antiquísima echada a perder por las tergiversaciones y añadidos que ha hecho el cristianismo.  En su sentido original el Graal no tiene nada que ver con la copa de ningún carpintero galileo crucificado en el medio oriente.  Antes bien, el Graal es un símbolo arquetípico fundamental del inconsciente colectivo ario.  Las leyendas más antiguas del Graal dicen que éste es una piedra preciosa desprendida de la corona de Lucifer tras la caída de éste del paraíso (según las fuentes provenientes del Wartburgkrieg).  Lucifer, por cierto, no es el diablo.   La asociación entre Lucifer y el diablo es algo relativamente tardío y forma parte de una de las tantas tergiversaciones que ha llevado a cabo el cristianismo.  En las tradiciones más antiguas Lucifer (Eosphoros, en griego) aparece como una divinidad menor, como un dios asociado a la stella matutina o stella vespertina (venus).  Es el portador de la luz o de la Aurora, el que ilumina en la oscuridad.    No existe, en rigor, ningún relato bíblico que haga referencia a la conocida historia de Lucifer y su expulsión del paraíso.  Los dos únicos pasajes de la biblia en que parece basarse esta historia son tan ambiguos que no constituyen una fuente sólida para referir dichos acontecimientos.    No obstante esto, la historia parece haberse popularizado al margen de los relatos bíblicos y para el siglo XIII constituye una historia solida y de profundo raigambre popular.  Basado en los textos de Isaias 14 y Exequiel 28 la imaginación del Medioevo supuso que había existido, en el principio de los tiempos, una gran conflagración entre Dios y Lucifer, el ángel rebelde.  El motivo de la discordia habría sido la soberbia de Lucifer, quien como principal y favorito de Dios creyó poder igualarlo en poder y majestad.  Con una fuerza igual a un tercio de los ángeles del paraíso se rebeló contra Dios y protagonizó una guerra de la que saldría derrotado y expulsado hacia las regiones del inframundo.  Aunque esta historia, narrada así, no aparece en ninguna parte de la biblia y en ningún otro libro de data similar, ha pasado a la historia como la versión oficial de lo acontecido con Lucifer en el paraíso.   Y aunque ello es así, aunque la historia de Lucifer no es más que una recreación tardía hecha a partir de elementos de la tradición oral cristiana, no deja de sorprender los profundos paralelismos que guarda esta historia con otras historias surgidas en otros complejos culturales y étnicos, particularmente, en lo que dice relación con la cultura aria.   Después de todo esta historia se popularizó en el Medievo cristiano, entre gente europea, quienes pudieron muy bien, por asociación analógica, reconstruir sus propias leyendas a partir de los nuevos elementos que le referían las narraciones populares cristianas.  

En el Wartburgkrieg se cuenta que Lucifer, tras su caída al inframundo, pierde un objeto muy preciado, una piedra que se desprende de su corona.  Esa piedra es el Graal y simboliza, en principio, el poder y la majestad perdida por Lucifer tras su derrota.  La piedra se halla, según los relatos medievales, en Ávalon, la Isla Blanca (no olvidemos que Leuké e Hyperbórea son Islas Blancas) y su poder es tal que sólo está reservada a los elegidos tras sortear con éxito una serie de peligros.  El esquema arquetípico se repite.
Más allá de Lucifer y los relatos bíblicos, más allá incluso de la leyenda del Graal (a la que, por cierto, volveremos más adelante) los más antiguos relatos nórdicos y arios nos hablan, efectivamente, de una gran conflagración cósmica, de una guerra de proporciones épicas, en la que algunos dioses son derrotados y muertos en combate (Wotán entre ellos) o, simplemente, tras vencer, sucumben a la muerte (Thor, es un ejemplo de esto último).  Es el Ragnarok, o crepúsculo de los dioses, acaecido en la última y más oscuras de todas las épocas.
  
El Ragnarok

 Como ninguna otra la mitología nórdica describe un final para los dioses.  A diferencia de las creencias cristianas, judías e islámicas (todas, por cierto, surgidas del mismo tronco semítico), cuyas supersticiones les llevan a creer en la existencia de un dios eterno, la mitología nórdica, en cambio, propone un final de los dioses en el crepúsculo de los tiempos, final escatológico cuyas correspondencias y analogías con Hyperbórea cabe mencionar aquí.  La causa del Ragnarok, su motivo principal, es la conflagración que enfrenta, con suerte desigual, a dioses y gigantes; pero lo verdaderamente relevante, en esta línea de paralelismos y sincronías que construimos, es la desaparición conjunta de dioses, gigantes y otros seres que pueblan la tierra, junto al contexto escatológico que sirve de escenario a esta monumental batalla del fin de los tiempos.

En los Eddas puede leerse lo que sigue:

“El Invierno de Fimbul ya ha llegado. Cae mucha nieve desde los cuatro puntos del mundo; la escarcha asesina prevalece.  El Sol se oscurece a mediodía; ya no tiene alegría; tormentas devoradoras soplan sin fin.  Los hombres esperan a la llegada del verano en vano.  El invierno sigue al invierno tres veces en un mundo lleno de nieve, escarcha y hielo… no obstante, hacen guerras, derraman sangre y existe cada vez más maldad…”

Y en otro pasaje:

“Hay desastre en el cielo.  El lobo gigante Skoll se ha acercado cada vez más hacia el Sol, y ahora lo traga.  La Luna es devorada por Hati-Managarm… Así que el Sol está oscurecido a mediodía, y los cielos y la tierra se ponen rojos de sangre, los tronos de los grandes dioses gotean sangre.  La Luna también está perdida en la oscuridad, mientras las estrellas desaparecen de los cielos… Midgard arrasado; el humo ronda por las cumbres de las montañas; todo se quema; nada vive.  Asgard está arrasado y el fuego envuelve el tronco de Ygdrassil… La Tierra, ardiendo y negra, se hunde en el océano; las olas la cubren…   Ahora ya no hay nada más sino una oscuridad espesa y un silencio total… ”

También el Völupsá ofrece una descripción similar del Ragnarok:

“El Sol se oscurece, se hunde la tierra en el mar, se agitan del cielo las brillantes estrellas; surge vapor furioso, el fuego se alza, y llega el calor hasta el mismo cielo”.

 Todos estos pasajes de la literatura nórdica reflejan un final escatológico de los tiempos, en la que dioses y demás habitantes del planeta desaparecen.  Ahora bien, más allá de la conflagración que enfrenta a dioses y gigantes en el final de los tiempos, más allá, incluso, del sentido escatológico de este final, lo verdaderamente importante, lo relevante en un primerísimo sentido, es el hecho que los dioses desaparezcan de la faz de la tierra, es la idea de que haya un fin para los dioses.  Esta cuestión es relevante porque marca un principio de originalidad en el relato nórdico.  Otros complejos culturales del mundo (por no decir, la mayoría de ellos) refieren un final apocalíptico de la tierra, con oscurecimiento de la Luna y el Sol, y lluvias de fuego que amenazan con quemar el planeta.  La historia del diluvio (la tierra tragada por las aguas de los mares o los océanos) también constituye una narración común a muchas culturas.   Pero la idea de que los dioses desaparecen en el final de los tiempos, cuando la Tierra es tragada por las aguas y el Sol y la Luna se oscurecen, esa idea, digo, sólo es común a los pueblos nórdicos de raza aria.

A diferencia del Ragnarok el mito de Hyperbórea no refiere ninguna catástrofe, ningún final escatológico en el crepúsculo de los tiempos.   Pero si se hurga más detenidamente se hallara en el Mito de la Atlántida la historia de una civilización que sucumbió en el lapso de una noche a raíz de una catástrofe del tipo escatológico.